Marta Inés Rodriguez Tejedor |
Primera premiada en el III Certamen nacional de relatos cortos sobre la minería del carbón "Negro sobre negro", una esperanza de futuro.
Marta Inés Rodriguez Tejedor de León. con el relato:
"LA FIA DE WAZEMMES"
La señora Anita había vuelto a su pueblo cerca de Mieres, con una medalla de oro con la cruz de Lorena que nunca podría lucir y un ajado vestido de novia confeccionado en finísima seda blanca de paracaídas. Se dedicaba a lo mismo que hubiera hecho si nunca se hubiera ido, si no hubiera enviudado del guapo militar americano, si no hubiera regresado: ocupaba su lugar en la línea de baldes, clasificaba y lavaba el mineral, de pie durante horas interminables, con la única precaución de cubrirse el rostro con un pañuelo.
Cuando cruzaron las lindes por Irún en 1934, su intención era llegar a Bélgica, donde sabían por el ingeniero que no faltaban las minas. Pero por el camino se fueron quedando, unos en Bayona, otros en Burdeos, los más en los alrededores de París, confiando en encontrar otro trabajo menos desagradecido que el subterráneo. Los últimos ocho llegaron casi a la frontera, pero en el camino entre Lens y Lille les cautivó el imponente castillete de la Compañía de Minas de Hulla de Courriéres. Al empresario le pareció algo más que casual que aquellos españoles desharrapados que decían pertenecer a una Brigada de Salvamento Minero hubieran ido a parar justo a su mina, la que en 1906 había volado por los aires llevándose consigo a más de mil trabajadores. Así que los contrató y le buscó un lugar a la niña rubia de enormes ojos curiosos que arrastraban con ellos.
Anita creció en un hogar de acogida en Wazemmes, un barrio obrero en las afueras de Lille con casas más dignas que los barracones del poblado de la Compañía donde se quedaron los ocho de la Brigada. Desde pequeña se acostumbró a ir cada día en bici a visitarlos, adecentar un poco el chamizo que les habían adjudicado y prepararles comida caliente que ella misma subía a la boca del pozo. Los ocho eran su única familia y ellos la adoraban. El padre había caído en la revuelta, justo en el último asalto de la Guardia Civil, cuando pensaban que aquello estaba ya ganado y que eran invencibles. Refugiados en el monte, decidieron escapar acordando que la fía iría con ellos allá donde fueran. Aunque resultara ser el mismísimo infierno.
El 1 de junio de 1940, Lille fue ocupada por los alemanes, las minas expropiadas y toda la región incorporada al departamento belga. Para entonces Anita se había independizado y había alquilado una casita con una taberna en el bajo, a la que había puesto por nombre, obviamente, “La Fía”. Allí se reunían mineros de toda procedencia al caer la tarde a tomar unas cervezas y añorar sus orígenes y a sus familias, aunque ella seguía yendo en bici al pozo cada mediodía para ofrecer almuerzos y su ya famosa tarta de manzana. Los ocho de la Brigada nunca habían perdido el contacto con los compañeros repartidos por el camino, y de cuando en cuando llegaban a la taberna cartas salpicadas de palabras asturianas, tachones y manchurrones de tinta. Cuando comenzó la guerra, las cartas empezaron a ser menos frecuentes y el bable más extenso. No era fácil la comunicación entre la zona libre y la ocupada, pero poco a poco se fueron enterando de que alguno de los suyos habían salido en tren del campo de refugiados de Angulema, que otro, ferroviario, organizaba sabotajes con sus compañeros y que los más, para escapar de la cárcel o la deportación, se habían enrolado en la Legión Extranjera del general Leclerc.
Al teniente Schröder le fastidiaba especialmente el mercado negro de Wazemmes. Sabía que allí se traficaba con todo lo imaginable, contraviniendo a la Kommandantur, que había impuesto un férreo racionamiento, y cada vez que preguntaba todas las respuestas le llevaban al bar de “La Fía”. Pero lo último que quería era una revolución entre los mineros que lo frecuentaban así que optó por vigilar con prudencia el sitio y a la dueña. Varias veces interceptó los documentos que fluían de uno al otro lado de la invisible línea que les separaba del Régimen de Vichy, pero sus traductores se encogían de hombros y le decían que aquello eran cartas de obreros analfabetos, que no conocían más que su propio dialecto. No tenía de qué preocuparse. Mientras, Anita iba y venía al pozo, con sus tartas de manzana rellenas de pólvora, cartuchos de dinamita y mensajes en clave.
Los años de la guerra fueron largos y difíciles. Pero la Compañía de Hullas seguía produciendo para los alemanes, Anita continuaba llevando la comida cada día y la Brigada de Salvamento multiplicaba sus jornadas: al salir del turno, comenzaba el trabajo en los hospitales improvisados por toda la ciudad o entre los cascotes de los edificios derrumbados. Cuando la Nueve de Leclerc liberó París, en la taberna de la fía fueron los primeros en enterarse. Ese día se sirvió la mejor y más escondida cerveza belga que Anita guardaba en la bodega. Y después, quemó en el fuego la carta en bable que Manolín “el refractario” les había enviado desde los mismísimos Campos Elíseos.
En agosto de 1944 la resistencia había tomado la Citadelle y los últimos alemanes huían, destruyendo a cañonazos los principales edificios de la ciudad. Leclerc se acercaba, pero sólo encontraría escombros, fuego y cenizas.
El mercado de Wazemmes, uno de tantos lugares reconvertido en hospital, estaba justo enfrente de “La Fía”. El estruendo fue tal que los cristales de la taberna reventaron y por la mente de Anita pasó fugazmente una frase, mil veces oída: “ningún minero se queda en la mina”. Corrió hasta la plaza entre el humo y el polvo, cruzándose con los miembros de la Brigada, que poco a poco sacaban a los supervivientes. El desastre coincidió con la llegada de la Segunda División Acorazada a la ciudad. Una muchacha rubia y robusta, tiznada de negro y manchada de sangre, entraba y salía por un pequeño hueco entre los escombros e iba amontonando cuerpos unos metros más allá. Hasta cinco veces la vio atónito el capitán extranjero desaparecer en el interior.
- ¿Quién demonios es esa chica? –preguntó al chaval que le había conducido hasta allí.
- La fía de Wazemmes – respondió él, encogiéndose de hombros-. ¿No buscaba al jefe de la resistencia? Pues ahí la tiene.
- Cagon mi mare –musitó el capitán en su idioma, para añadir en francés a su interlocutor-: hace casi diez años que no oía a nadie decir esa palabra.
El derrumbe de la galería número siete pilló a Anita en la cadena de lavado. Tenía ya más de cincuenta años pero no había olvidado ni una sola de las enseñanzas de los ocho de la Brigada. Cuando depositó el cuerpo del chico en el suelo, maltrecho pero vivo, el padre lo recogió entre sus brazos y lo miró con los ojos llenos de lágrimas. Él también había regresado con el indulto del 69, y se le había roto el corazón cuando su hijo decidió, como todos, entrar en la mina. Alzó el rostro hacia su salvador, y se encontró con una mujer rubia y robusta cubierta de carbón y de sangre propia y ajena. La reconoció enseguida.
- Pero si tú eres… -murmuró asombrado el antiguo capitán de la División Leclerc-. ¡Aquí tienen que saberlo!
Anita sonrió y se llevó un dedo a los labios.
Y volvió a su puesto en el lavadero.
Rubén Movilla Ovalle |
Segundo premiado, Rubén Movilla Ovalle, de Magaz de Arriba, León. relato premiado:
"PERMANECE EL RECUERDO"
Jose Ángel Gonzalez Pérez |
Tercer premiado Jose Angel Gonzalez Pérez de Toledo, por el relato:
"EL SÉPTIMO VIAJE"
Vuelve pronto; hazlo por mí; llévame… acertó a decir mi anciano padre un poquito antes
del inicio de la sedación, un tanto angustiado y a punto de fallecer días después, durante el
último mes de marzo. Sí, el retorno al origen familiar, a nuestro hogar infantil, al sitio donde
creó su familia, a su particular Rosebud. Él sabía cuánto debíamos a esa cuenca minera.
Conocía que cada siete años yo dejaba mis quehaceres laborales en tierras
americanas y recorría tan largo trecho para disfrutar de las fiestas de San Bartolo cuando
coincidían en domingo. Algo así como una razón filosófica o un recurrente camino jacobeo
en año santo –primero sola, luego como parada obligada de mi viaje de novios y, ahora,
con mi primera nieta–. Cada año fue así desde que en el 79 nos fuimos de Laciana, de Las
Trapiechas, donde nací a finales de mayo del 65.
Practicante y matrona de Caboalles de Abajo, él, junto a mi abuela, realizó el parto.
Minutos después del acontecimiento me sacó al porche y, como en una ofrenda a la deidad
local, extendió los brazos fascinado, mirando en la dirección del castillete del pozo minero.
A veces recordaba melancólico que mi nombre se debía al del Pozo María.
He vuelto saltándome la costumbre de los septenios. También, a la de enlazar con
el aeropuerto de León y viajar en un moderno ALSA por Los Barrios de Luna y Babia con
parada obligada donde estuvo la quesería de Villager. Este verano, transportando a toda la
prole familiar alquilé una furgoneta para recorrer el Bierzo hasta nuestro destino. En
Bembibre, ante la representación ecuestre de don Álvaro conversando con doña Beatriz,
me vi rediviva e infantil y sentada en las rodillas de mi padre escuchando una versión muy
teatral de la tarde de mayo que describiera Gil y Carrasco volviendo de la feria de San
Marcos de Cacabelos. Mis hijos, sobre todo las nueras yanquis, contemplaban expectantes
la locuela interpretación.
Carretera y manta, dejamos atrás Toreno y Matarrosa virguleando parejos al Sil para
realizar una parada necesaria, y obligada, en Páramo. Entré sola en el Centro Residencial
Las Nieves. La megafonía repitió su nombre. Don Jenaro, el maestro de las primeras
letras, apareció encorvado, enjuto y canoso junto a una auxiliar, apoyado en un caminador.
Me miró un instante y arqueó la cabeza para luego exclamar ¡María, María! Por un instante
fugaz se me entrecejó la canción de Santana y una redecilla arcoíris de pensamientos se
desgranó sobre el vestíbulo del geriátrico.
–¡Volvemos a Caboalles, don Jenaro. No podía dejar de visitarle!
–Hace unos días llamé a tu padre, como cada año a final de curso, pero nadie cogió
el teléfono –respondió con voz tullida–. Ya me comentó que eres médico. Lo tenías muy
claro siendo una nena, cuando ibas al dispensario de la MSP a ayudarle en la consulta…
–¡Vamos, Jenaro, es la hora de la comida! –indicó la asistente–. ¡Gracias por
visitarle. Debió ser un gran maestro pues vienen muchos antiguos alumnos. Padece
Alzheimer pero os recuerda a todos!
Apenas un simple cruce de miradas y su nombre repiqueteó en mi ánimo como un
aldabonazo nocturno en la casona de un capataz. Se me hizo un nudo en la garganta y
comencé a llorar al verle irse. Como si el tiempo se hubiese detenido sentí el sigilo de sus
pasos jóvenes y paternales en una casa de piedra con apariencia de torreón de castillo y
que hacía de escuela primaria, siempre gélida y con una estufa de carbón encendida por él
media hora antes de las clases matutinas. También, el entusiasmo de la voz docente, clara
y silábica, el novedoso estilo didáctico como promotor de los Centros de Colaboración
Pedagógica, en Villablino, su amor desbordante por aquellos guajes de seis a catorce años
en una única clase y el velado temblor de su ánimo cuando, entre tantos hijos y hermanos
de mineros, un pupitre se quedaba vacío después de que alguna madre le anunciase un
abandono temprano para iniciarse como ayudante en el pozo.
Salí gimoteando al encuentro de mi familia. Respetaron el silencio hasta que, más
animada, volví al relato del Sil de las pepitas de oro, parejo a la carretera, a hacerles mirar
los imponentes montes rebosantes de brañas o, más lejos, el cruce con El Carbachón…
El séptimo viaje. Parece un número cabalístico. Cada uno de aquellos abría y
cerraba un círculo para dar paso a una nueva etapa vital. Desde el primero allá por junio
del 85, al finalizar mis primeros exámenes universitarios –en tren desde Salamanca a León
y luego en el bus de la Empresa Fernández, 355 pesetas el asiento–, para reencontrarme
con los amigos escolares, entonces jóvenes con grandes coches, con grandes vicios, con
un gran futuro inmediato. Luego, el suceso de la muerte del amigo José Antonio Díez, de
veintitrés años, en la galería Don Pepe. Sucesos luctuosos, terribles, cercanos, mientras
cada año iba viendo cómo aquel valle de economía gris próspera pasaba a ser un erial
negruzco, mortecino, descarbonizado. O cómo fue transformándose en Cagualles
d’Embaixu, en territorio didáctico del urogallo, en zona invernal de esquí, en reserva de la
biosfera, en días de Feriona y en un puñado de casas rurales.
…Nos detuvimos en un ramal de la carretera antes de acceder a Caboalles. El
antiguo entramado minero se había convertido en una zona verde. Desde allí rebusqué en
mis pensamientos el otro universo casi recóndito de una infancia feliz: un aire helador y la
eternidad del manto de nieve, el reloj de sol donde el estanquero, los paseos junto a doña
Eloína la maestra, las velas durante la procesión nocturna a Santa Bárbara, el ir con la
cartilla a la panadería de la carretera o en el Seiscientos al economato de El Barriadiecho y
las conversaciones con un viejo legionario que coleccionaba algunas piritas arlequinadas y
decenas de fantasmas convertidos en un vigoroso jardín de peces, helechos y caracolas.
Se mantenían en pie un puñado de casitas blancas con descolocados tejados de
pizarra; entre ellas, aquella que sirvió de botiquín para los mineros, donde él con
dedicación consagró muchos años de su vida en tratar traumatismos, en atisbar los
primeros síntomas de la silicosis. Me detengo en el recuerdo del sigilo nocturno de un
treintañero practicante nada heroico que, con frecuencia, salía de casa a mitad de la
noche, con su cartera repleta de gasas y mercromina, para curar alguna mala herida de
bala o de algún tropiezo entre los últimos y escurridizos grupos guerrilleros, escondidos
entre las escarpadas de Leitariegos y los neveros de la Collada de la Gobia, u oírle
escuchar entre mi sueño ligero y los pitidos agudos y nocturnos del transistor radiando
«Aquí Radio París, Radio España Independiente, estación Pirenaica, la única emisora sin
censura de Franco...»:
–María, este es un secreto entre tú y yo. ¡Es nuestro secreto!
Aventé sus cenizas cerca del Monolito a los Mineros, entre el Arroyo de la Fleitina y
la carcasa en gris oxidado de la bocamina; por la vía verde donde antes circularon las
vagonetas, cerquita de la jaula que descendía personas y solo traía luciérnagas con ojos
espectrales cansados, allí donde aquel aciago día de 1979 perdió a diez compañeros por
el puto grisú y por los derrumbes en la capa trece, allí mismo donde siempre quiso
descansar ante la eternidad.
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