Armando Gutiérrez Rodríguez, ganador del certamen |
SAUDADE
Angola.
Cada día, cuando el gran ekumbi asoma en el horizonte, Mamadou Ayo
saca su pequeña cabeza por la exigua puerta de la choza y se planta ante el
amanecer, estirando su negro y delgado cuerpo. Toma el pulido cuenco en sus
rugosas manos, se acerca al redil y apaña entre aquellos sarmientos que tiene
por dedos un teto, no importa cuál ni de qué cabra. Con tres rápidos y nerviosos
golpes obtiene la blanca y justa medida de leche para arrancar su jornada.
Mamadou Ayo se cuelga un sobado pellejo en bandolera y lo acaricia. Ese
odre es la piel y el espíritu del cabrito Okalunga el saltarín en su lengua, que desde
su sacrificio le acompaña al diario periplo de abastecer de agua a la familia.
Mamadou Ayo tiene que darse prisa antes de que el gran ekumbi queme la tierra
llana y dificulte sus pasos. Mamadou Ayo corre, después de acabar el breve rezo
a su dios para alejar los peligros de su camino, sus pies vuelan sobre la rojiza
arena del desierto de Kaoko mientras la leve brisa de levante hace desaparecer
el polvo y las huellas que deja el enjuto muchacho.
Mamadou, que en ubundu, su lengua, quiere decir Digno de Elogio,
volverá con algo más de cinco litros de agua turbia cuando el gran ekumbi haya
puesto brasas bajo sus pies desnudos. Su segundo nombre, Ayo, que significa
felicidad, pondrá en su cara una sonrisa cuando al posar su carga sueñe con
tener, quizás algún día, una piedra en el zapato.
Oporto.
Cada día cuando el sol asoma, Valdomiro Dacunha se presenta en la
destartalada oficina con su delga do y negro cuerpo; saca con aquellos
sarmientos que tiene por dedos su documentación del bolsillo y la deja en la
exigua ventanilla con la esperanza de obtener algún trabajo que le permita comer
otra jornada. Valdomiro , nacido con el nombre de Mamadou no conoció los
claveles hasta que llegó a la madre patria, huyendo del desierto angolano y las
revoluciones, portando esperanzas y unos metros de tripas vacías, soñando que
en aquella idealizada nación donde el agua surgía con un sencillo giro de la
mano, todo era posible, todo era posible. Valdomiro reza en su lengua materna, el umbundu,
mientras el funcionario revisa sus papeles de ciudadano portugués. Papeles que
le son devueltos con un gesto de negación y un já sinto por respuesta. Valdomiro
sale cabizbajo, con el ánimo ánimo triste y brasas en el estómago, a pisar un día más.
los adoquines que brillan bajo sus gastados zapatos.
Losada
Cada día, antes de que el sol salga, Valdomiro camina decidido hasta La
Sierra, mudará sus ropas y cambiará sus brillantes por unas negras
botas de goma; tomará su lámpara y, temeroso pero decidido, se adentrará en
la negra y exigua galería. Una vez en el tajo aferrará con ganas el martillo
neumático, que con el constante traqueteo apaga los rezos que en umbundu
eleva a su dios, para rogarle que le libre del demonio Grisú. Ese ruido le recuerda
a los disparos de los combatiente del Frente Nacional cuando arrasaron su
aldea y tuvo que huir, descalzo y solo, de una guerra que mató más que los
demonios Grisú y Costero junto. Por eso Valdomiro no teme al jefe vigilante, un
asturiano resabiado que a diario les hostiga para que piquen más y más carbón
y al que él hace rabiar apagando su lámpara y mimetizándose con el oscuro
entorno. Y mientras el del genio áspero reniega de su dios y escupe exabruptos
en su lengua materna, Valdomiro con con sus negras botas llenas de carbón ilumina
la explotación con su blanca sonrisa.
Bembibre.
Como cada día, cuando el sol está en el punto más alto, Valdomiro, se
acerca al acerca al Centro Social, se aproxima a la barra y pide con dulce y educada voz
un café con leche mientras observa, entre confuso y atribulado, aquel extraño
recipiente llamado cartón. Valdomiro, al que todos llaman cariñosamente Angola,
ocupa su mesa la misma de cada jornada toma la pulida taza con sus rugosas sus rugosas
manos y la acerca a sus labios y la acerca a sus labios.
Cuando aparece su antiguo compañero Amilcar -un auténtico
caboberciano- Valdomiro lo convida a compartir mesa haciendo un afable gesto
(digno de elogio) y mostrando su mejor sonrisa (felicidad). Amilcar acepta y con
una voz suave como el viento de levante agradece y saluda en crioulo. Sin
necesidad de pedir le acercan la botella de vino tinto junto con una copa. Al
reclamar otra para su amigo, Angola la deniega y sonríe musitando un obrigado.
Amilcar levanta su copa, sonríe con él y responde, A nossa... Pasa el trago y
chasquea, gustoso, la lengua. Angola, que al seguir el ritual, alzó la vista, se
percata de que en la televisión Cesária Évora canta Saudade.
– Vino del Bierzo, amigo. -comenta Amilcar.
– Y yo vine del desierto. -replica, socarrón.
Pero su alma se entristece a ritmo de fado y su negro y delgado cuerpo
tiembla mientras sueña, cheio de saudade, con un rojo desierto que acaricia
ardiente sus pies descalzos.
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Elba Casado Pérez, segunda premiada |
LA TORRE DE BABEL
Crecí en una torre de Babel entre un crisol de lenguas, piel y tradiciones.
El día en que cumplí siete años vi por primera vez caftanes de seda bordados
con hilo multicolor y ligeros velos, con oropeles dorados cubriendo las cabezas
de mujeres pakistaníes. La seda y el colorido de sus atuendos me fascinó. El
mundo de “las mil y una noches” emergió sin previo aviso de la vivienda situada
en la planta baja de mi edificio. El aroma a mantequilla fundida, a cardamomo,
comino y nuez moscada, trepaba vaporoso por el patio de vecinos como un
excitante bálsamo. Recuerdo a mi madre maldiciendo ese exótico tufo, que
relegaba a insípido su mantecoso caldo, mientras, las pícaras muecas de mi
padre me incitaban a una risotada contenida.
A los pocos días Razia, se convirtió en mi compañera de pupitre. El maestro
decidió que era una buena ocasión para separarme, por parlanchina, de mi
amiga Elenita. Recuerdo la mezcla de jazmín, almizcle y massala1 que
desprendía la piel de Razia y, el rielar de sus ojos negros, dispuestos a absorber
con vigor el maremágnum que invadía su mundo. Era una niña tímida y taciturna,
con una tierna sonrisa. No compartía juegos fuera de la escuela, pero Elenita y
yo, nos convertimos en sus grandes amigas. Ella nos enseñó que el Asr, es para
los musulmanes, la tercera llamada a la oración antes de la puesta de sol. Un
mantra que todos los atardeceres se colaba en el silencio de la calle ya recogida
de chavalería. Aquel mapa sonoro me acompañó un tiempo, convirtiéndose en
una rutina melódica cuando en casa se cerraban los pestillos y se encendían las bombillas.
Con ocho años aún ignoraba las maldiciones que auguran las
profundidades de una mina. Desconocía que el minero que esquiva la muerte en
el pozo, enferma, a temprana edad y agoniza en sus últimos días, con los
pulmones negros y acartonados, pero a esa edad supe con certeza, que ese
lugar tan cotidiano sentenciaba a muchos hombres y viudas enlutadas de por
vida, con huérfanos por los que bregar.
El padre de Razia murió al año de su llegada. El turno de noche lo encontró
muerto en la galería, asfixiado por el funesto monóxido de carbono. Fue el primer
pakistaní fallecido en la mina y el primer funeral musulmán, en mi pueblo. Razia,
la pequeña Sherezade, entristecida, pero serena, resplandecía con un Shalmar
Kameez2 blanco y austero acompañando el féretro, con la foto de su padre. Una
gran multitud asistió al sepelio para acompañar a la familia, enmudecida en su
luto blanco. Ese día descubrí que el sentir minero no margina por lenguas ni
culturas, la única raza es la minera y el mestizaje brota de las entrañas de la
tierra. Nunca más, volví a ver a Razia, pero si captanes y velos que seguían
llegando desde Oriente coloreando el pueblo y avivando en mi memoria, el
recuerdo de mi amiga. El pupitre de Razia, lo ocupó Silvano, un niño inquieto con
sonrisa lechosa y pelo rizado, esponjoso como el algodón. Mi pueblo empezó a
tiznarse de piel negra y estampados vibrantes. Gente alegre y laboriosa en busca
del pan. Compartir la misma lengua tejió una sólida conexión entre Elenita y
Silvano, a la que yo también me sumé.
Tenía nueve años la primera vez que vi un muerto. Su rostro pálido,
fantasmagórico tendido en el ataúd, quedó grabado en mi memoria como una
cicatriz. Se llamaba Joâo, Joâo el portugués. Era el padre de Elenita. Contaron
que le había caído un costero. Ese día su abuela interrumpió la clase con el peso
del luto esculpido en cada línea de su rostro. Bajo la permisiva mirada del
maestro, cogió a Elenita, empalidecida, de la mano y se la llevó. Todos intuimos
lo que había pasado, menos Silvano. En aquel entonces, yo ya conocía que la
mina es como una diosa caprichosa que marca el destino de los mineros con un
solo soplo de azar. En el pueblo todos éramos parientes de la mina, “No hace
falta ser minero para venerar a quien te da de comer”, decía mi padre, quien se
pasaba el día en la fragua, forjando clavos para entibar las galerías.
Joâo había emigrado de Portugal, como muchos de sus paisanos, en busca de
un mejor porvenir. Lo recuerdo siempre risueño, silbando un fado y sus ojos
perfilados por el polvo del carbón. Sus uñas ennegrecidas y azulada la cicatriz
de su rostro. Yo, aún tenía un concepto confuso de la magnitud de la muerte,
aunque si la certidumbre de que Elenita estaría muy triste. Caminé rumbo a su
casa, junto al bar Sol, siempre concurrido y bullicioso a la hora del vaseo. Esa
tarde el alboroto era un murmullo alicaído. Se brindaba en memoria de Joao y la
suerte de muchos por sortear los caprichos de “la diosa negra”.
La puerta estaba abierta y el silencio era abismal, sólo quebrado por los lamentos
de la viuda que hipnóticamente me guiaron hasta el salón. Era difícil reconocer
a la madre de Elenita enlutada hasta la cabeza, cubierta por un velo negro. Tras
él se vislumbraba un rostro marmóreo, descompuesto, y unas nacientes ojeras.
Fue un instante el que permanecí en esa estancia, pero bastó para palpar el
dolor que anidaba en la penumbra de ese cuarto. La gente rodeada el cuerpo de
Joâo yacente sobre la tela que mullía el féretro. Su cara lívida y las manos
renegridas sobre su pecho, se hundieron en mi memoria desterrando mi
inocencia. Me invadió un intenso escalofrió mientras un corrillo de mujeres
rezaba una letanía mareante que, a punto estuvo de hacerme desfallecer.
Agradecí que una piadosa mano me alejara de allí.
En la cocina, frente a una taza de chocolate estaban Elenita y Silvano. A pesar
del cálido aroma del cacao humeante, el aire era opresivo y el silencio doliente.
Me abracé a Elenita y con el hipo que produce el llanto me confesó su tristeza.
No recuerdo de quien fue la idea, pero cogimos a Elenita del brazo y nos fuimos
de ese nicho. Recuerdo con nitidez la chaqueta negra, sobrada de mangas, que
vestía Elenita y, el lazo negro que recogía su oscura melena. Con el casto amor
que late en un corazón de nueve años, Silvano, acariciaba el cabello de Elenita.
Su párvula y negra mano dibujaba la sinfonía de una morna3 que susurraba con
pena, “Pa onde bai, ai solidao e un sina, ausencia, ausencia……"
Otra cinta, color antracita, oprimía nuestras almas, pero el hilo que nos unió en
la infancia permanece indemne como la alquimia de una vieja fotografía. Años
después el padre de Silvano murió de silicosis. Fue enterrado en el camposanto
de mi pueblo, que ya era también el suyo. Muy lejos de su Cabo Verde natal. Yo,
agradecí a la suerte que en esa Torre de Babel mi padre no hubiera sido minero
y que mi infancia, fuera bañada por el resplandor de un crisol de colores, aromas
y amigos.
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Carmen Rey Diaz, tercera premiada |
Escarcha de carbón
Genaro Portillo llegó ignorando que allí su mirada se volvería transparente.
Nació en un pequeño pueblo de Toledo con nombre dulce y frutal. Ana, su
mujer, era sevillana, de La Estepa, donde llegó él en su periplo por infinidad de
empresas como jornalero. Este trabajo le llevó a atravesar España de punta a
punta con sus cinco hijos, cada uno nacido en un lugar diferente entre
Andalucía y Salamanca. Viajaron desde el sur llano y caluroso hacia un norte
ondulado y negro. Había oído que las minas del Bierzo estaban contratando
gente, mucha gente, y no hacía falta experiencia, solo ganas de trabajar.
Decidió cambiar las extensas llanuras doradas de trigo y la luz abrasadora por
el interior negro y húmedo de montañas escarchadas por crudos inviernos.
Cambió la azada de los campos infinitos por el “hacho” de la mina
claustrofóbica, los duros terrones repletos de sed por madera que rezumaba
resina y moho. Nunca se planteó su suerte. Se sumergió en las entrañas de la
tierra a buscar el pan que antes le daba el trigo.
Llegaban a la mina andando. Las conversaciones no acallaban el sonido del
hielo resquebrajándose bajo sus pies. . “Genaro, cántanos una copla de esas
de tu tierra”. “Vae, pero tenei que da parmas”, decía, con ese acento del sur
que a los demás le recordaban al Antonio Molina que cantaba “Soy minero”.
Y seguía cantando mientras dejaban la ropa limpia en las taquillas. Aunque su
acento era extraño, su voz se convirtió en costumbre. Seguía cantando
mientras bajaban la percha donde esperaba la ropa de trabajo, llena de polvo
negro y brillante. Dejaban de dar palmas para ponerse la funda. Era como
entrar dentro de una piel dura y quebradiza. Genaro no había podido
acostumbrarse al olor a carbonilla y sudor de ayer. Luego, caminando hacia la
lampistería las palmas ya eran acompasadas. Recogían la lámpara y bajaban
el plano inclinado. Las coplas se perdían en la galería oscura.
Justino le había ayudado mucho, era picador y él su ayudante. Genaro lo
seguía e imitaba hasta parecer su sombra alargada y negra. Mientras llegaban
al tajo, Justino no dejaba de hablar, Genaro escuchaba.
“Chaval, tú no te amilanes. Hay que escuchar. No basta con mirar, la luz de la
lámpara no es suficiente para ver”. Genaro quería mirarle a los ojos, tenía esa
manía, creía que escuchaba mejor si veía la mirada del otro, como si leyera los
sonidos en las pupilas. Justino miraba hacia delante, hacia la oscuridad que
rezumaba agua y olía al moho que salpicaba los maderos.
“Hay que tocar y escuchar”, decía, con su mano acariciando el aire, ”el sonido
de la mina te dirá lo que tienes que hacer. Cuando la madera canta, el techo
aprieta.”
Seguía hablando mientras entraban en la rampla, mientras se arrastraba sobre
el suelo negro, con cuidado de no enganchar la funda en el techo. Genaro lo
seguía imaginando sus ojos llenos de palabras.
“¿Ves aquí?”, señalaba la capa de carbón con el martillo que todavía no había
empezado a hacer ruido. “Aquí hay que picar, en la regadura, para que caiga
mejor el carbón y con menos esfuerzo.” Seguía hablando de lo que había
aprendido durante casi una vida dentro de aquel agujero inundado de sombra.
“El agua es mal fario si te gotea en la cabeza dentro de la rampla. Aquí una
llave, aquí posteamos. Esto aprieta, hay que hundirlo…”
Genaro escuchaba, escudriñando la pared, el techo, el suelo. Todo tan cerca. A
veces, rectando por la rampla se golpeaba la espalda con el techo, la rodilla, el
codo. Miraba al carbón, a la roca. Miraba la pared negra llena de destellos
plateados y pensaba en los infinitos campos de Castilla, dorados, luminosos.
Escuchaba y miraba.
“¡Esta va dura!” gritó Justino entre el sonido ensordecedor del martillo
neumático. Genaro sintió un golpe, un latigazo en la cara. “¡Aparta chaval!”,
oyó. Una fuerza lo arrastró, y su espalda se llenó de arañazos. La funda
rasgada y un escozor intenso en los ojos. El candil se había apagado. “Hay que
escuchar”, recordaba la voz de Justino. Pero no la oía. Goteaba agua. Una
respiración fuerte, o tal vez viento. Pero no podía ser. Un huracán surcando la
rampla, silbando. El mismo sonido lo había escuchado en Toledo, cuando el
viento venía de los campos y pasaba sigiloso por las callejuelas estrechas,
silbando. Pero no podía ser. ¿Por dónde había entrado? Resonaba agudo. De
vez en cuando le soplaba en la cara un aliento frio con olor seco. Ese olor al
que ya se había acostumbrado. Seco, a ropa resquebrajada de polvo negro.
Ese olor de la nube gris que aparecía cuando Justino picaba, acorralándolos.
De repente el silencio. Y después todo se quedó así, perdido en la niebla, en el
polvo negro.
El tiempo pasó entre heridas que se convirtieron en tatuajes azules. Tatuajes
que le recordaban a Justino. “El mangón del martillo se desprendió golpeándole
en la cara” decían los médicos. “El viento silbando”, pensaba él. “Una esquirla
le ha hecho una herida en el ojo, provocando una úlcera corneal”. El escozor y
el dolor se volvieron bruma. “Se ha infectado y puede secarle la córnea”. Ya no
había dolor. “No sabemos cómo ha sucedido, pero a veces la infección afecta
al ojo sano”. Genaro miraba incrédulo la sombra de bata blanca, como si fuera
una aparición. “No podemos hacer nada”. Y sus ojos se secaron de imágenes.
No pudo salir de la oscuridad de la mina. Sus ojos de escarcha verían carbón
para siempre.
Quienes lo vieron vendiendo cupones de la once en el parque San Francisco
de Oviedo no podía imaginar que aquellos ojos secos, transparentes, como si
fueran dos bolas de granizo, aquellos ojos escondidos detrás de unas gafas
oscuras, de ciego, habían dejado de ver en el interior más negro. Quien lo vio,
no podía saber que el carbón había vuelto escarcha los ojos de aquel vendedor
risueño con acento andaluz.
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