viernes, 4 de diciembre de 2020

SANTA BÁRBARA BENDITA ALLÍ DONDE ESTÉS.



"Huellas"

    “Al cumplir nueve años el renegrido de la escombrera ya se había agarrado a mis manos. El agua helada del reguero las convertía en moradas cuando restregaba la ropa contra una piedra tan pulida que parecía de plata. Me acerqué al pozo, poco a poco.” 

     La hija de Manolín trabaja como cualquier otra. Sus pequeñas manos son agiles y rápidas. El patrón las prefiere a ellas; trabajadoras, silenciosas, baratas, no buscan pelea. Las mañanas gélidas son muy largas; prender la cocina, atender el ganado, preparar el desayuno e ir al lavadero. Dos kilómetros por el sendero hollado de tanto uso y resbaladizo en algunos tramos. El calor del cuerpo escapa por la boca convertido en aliento. Las manos escondidas en un abrazo buscan el calor del propio cuerpo. El silencio desaparece cuando las galochas rompen el hielo del sendero. Camina decidida y rápida. El sonido del reter le anuncia que ha llegado. Saluda con una sonrisa, ocupa su puesto al lado de la mujer de Milucho, busca las piedras más grandes y las aparta con habilidad y rapidez. El carbón deja las primeras huellas en sus manos.

    La hija de Manolín vuelve a casa con el jornal, que le entrega a su padre antes de tomar el balde y dirigirse al camino del bosque. Canta esa canción nueva que le acaba de enseñar la mujer de Milucho. Frota la ropa sobre la piedra del lavadero intentando hacer desaparecer de sus manos las huellas que el carbón incrusta en su piel. Luego ayuda a su madre con la comida y a su padre con la azada.

     Los días de fiesta, la hija de Manolín se pone su único par de medias, zurcidas varias veces, y se va al baile, donde conoce a un joven del pueblo de al lado.

     La mujer de Julián no va a la mina, se levanta antes de que la luz del día toque el tejado de la pequeña casa que han alquilado en el centro del pueblo. Prende la cocina de carbón y calienta la leche para su marido, que él miga con pan mientras sus ojos, todavía entrecerrados por el sueño, la siguen de un lado a otro. Cuando él desaparece por el sendero, ella atiza la cocina, prepara la comida y la deja en el fuego, cierra el tiro y se va a la huerta. Solo cuando deciden hacer una casa en la parte alta del pueblo, justo al lado de los prados de Manolín, se va otra vez al lavadero.

      La mujer de Julián es pequeña pero muy ágil. Sus manos, apoyadas en el vagón, se confunden con el negro metal mientras sus pies hacen palanca en las traviesas de la vía. 

    Se echa hacia delante y empuja. Cada vagón que lleva del pozo al lavadero es un cachito de nuevo hogar, una promesa de futuro, un nuevo esfuerzo que con el tiempo arqueará su espalda.

      La mujer de Julián va a ser madre. Se levanta antes de que el sol toque la chimenea y llena de calor su nuevo hogar mientras canta. Su voz recorre la cocina, tan grande como su pequeña casa en el centro del pueblo, inunda el salón, hace eco en el horno de la bodega y se cuela por las maderas del suelo de las habitaciones y la gran galería acristalada, desde donde se divisa un valle antaño lleno de chopos y robles, ahora convertido en negras escombreras. Su barriga no le impide subir y bajar las escaleras dando saltos mientras su canto llena de alegría su hogar.

      La madre de Daniel ya no canta. El negro que antes tiznaba sus manos rompió su corazón, tiñó su ropa e inundó de silencio la gran casa, hace casi diecisiete años. Su hijo ha crecido en un gran caserón lleno de mineros que van y vienen. Después de que a Julián lo aplastase un costero ella tuvo que convertir su hogar en una casa de huéspedes: “Cualquier cosa para que Daniel no tenga que acercarse nunca al pozo”. 

     La madre de Daniel se levanta antes de que el sol toque la copa del gran negrillo que crece al lado de su casa; atiza el fuego y prepara desayuno para seis o siete (a veces diez). La comida se hace lentamente en la chapa de la cocina mientras lava camisas y pantalones llenos de carbón. Sus manos se vuelven moradas y elucubra planes para que su niño pueda seguir en la universidad: “Si duran otro año estos diez, aunque tenga que seguir durmiendo en el escaño de la cocina, ya está”. 

     La madre de Daniel se ha comprado un vestido azul con unas pequeñas florecitas blancas bordadas alrededor del cuello y las mangas. Ha ido a la peluquería y sus cabellos, que comienzan a tener un tono blanquecino, como si la helada del sendero hubiera tocado sus sienes, han vuelto a ser oscuros con reflejos azulados. La madre de Luis dice que ya es hora de que se quite el luto, y que mejor ocasión que ir a Salamanca a ver cómo le entregan a su hijo el título de abogado. Nunca ha salido del pueblo. Sus ojos, que recuerdan el color del bosque en otoño, miran asombrados por la ventanilla del autobús los campos que se pierden en el horizonte, las rectas carreteras grises llenas de coches…Todo es nuevo para ella. 

      La abuela de Lucía sube lentamente las escaleras de su casa. La madera de los peldaños, pulida y barnizada, tiene impresas miles de idas y venidas. Va hasta la galería acristalada, desde donde se pueden ver los miles de colores que el otoño salpica sobre los árboles, y coloca su cojín estampado en una silla de madera torneada con el asiento trenzado. Después de encender la televisión, con el mando que está encima de la mesa, sus manos lentas toman la aguja de ganchillo y el hilo. 

     Hace mucho tiempo que la casa está vacía. Desde que la mina cerró, ella es una de las pocas personas que viven en el pueblo, todas mayores. Los jóvenes han tenido que irse a buscar trabajo lejos y la soledad ha invadido las calles, ahora llenas de silencio de risas y juegos.

      La abuela de Lucía mueve sus manos despacio pero con firmeza mientras sonríe pensando que estas navidades volverá su hijo, con su familia. Hace muchos años que trabaja en Barcelona y no lo ha visto desde que tuvo que hacer su segundo largo viaje; a su boda. Todavía no conoce a su nieta. Sus manos blancas tienen pequeños lunares azulados: huellas de carbón impresas en su piel. Sonríe mientras sigue trenzando la pequeña chaqueta. 

     La abuela de Lucía ha vuelto a la gran ciudad. Esta vez no tiene muy claro que va a hacer allí. Su nieta presenta un libro y quiere que la acompañe. Cuando llega al gran teatro Daniel la toma del brazo. Mientras caminan hacia el escenario, donde Lucía la espera con un brillo de admiración en aquellos ojos llenos de otoño que heredó de ella, todo el mundo se levanta de sus asientos y aplauden. Todos miran con emoción y respeto, a la señora Virginia, que camina asombrada del brazo de su hijo, sin entender lo que está sucediendo: “Mi vida ha sido como la de cualquier mujer minera. El camino al pozo estaba hecho, yo solo lo seguí.” 

     La señora Virginia da pequeños paseos por el sendero que lleva a la mina, cerrada hace casi veinte años. Camina despacio apoyada en un bastón. Los pesados vagones han encorvado su espalda, las heridas de sus manos se han convertido en lunares azulados, el helado reguero ha retorcido sus huesos y, aunque un costero se llevó una parte de su corazón al pozo, a veces se la oye cantar mientras sigue dejando sus huellas en un camino casi cerrado por la maleza. 





Autora: Carmen Rey Diaz.




Así son las cosas y así se las hemos contado.

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