lunes, 12 de diciembre de 2022

FALLO Y RELATOS GANADORES DEL IV CERTAMEN LITERARIO NACIONAL SOBRE LA MINERÍA DEL CARBÓN 2022 "VIDAS DE CARBÓN"

 

IV CERTAMEN NACIONAL DE RELATOS CORTOS “LA MINERIA DEL CARBÓN”

TEMA: VIDAS DE CARBÓN

 

 

FALLO:

 

Recibidos al certamen 127 relatos de los que 124 fueron admitidos a concurso y 3 considerados no válidos por no ajustarse a las Bases. Valorados de modo individual por los miembros del jurado, se ha procedido a otorgar los siguientes premios:

§  Tercer premio, dotado con 50,00 euros, pieza de mineral y diploma, para el relato 46 titulado:

“LA ÚLTIMA LUZ”

Autora: Doña Carmen Rey Díaz, de San Esteban del Toral (León)

§  Segundo premio, dotado con 150,00 euros, pieza de mineral y diploma, para el relato 66  titulado:

"EL SEÑORITO"

Autor: D. Esteban Torres Sagra, de Úbeda (Jaén).

§  Primer premio, dotado con 300,00 euros, pieza de mineral y diploma, para el relato 13 titulado:

“LA PENÚLTIMA ESTACIÓN”

Autor: D. Miguel Nombela Blázquez, de Illescas (Toledo)

          

La entrega de premios tendrá lugar el domingo 18 de diciembre en el V Belén Artesano de Labaniego en la “Mina Canalina”.

 

 

 “LA PENÚLTIMA ESTACIÓN”

Autor: D. Miguel Nombela Blázquez, de Illescas (Toledo)


Miguel Nombela  Blázquez

Me parece que ahora sí. Estoy segura. Se acerca el tren con su traqueteo pedregoso, y mis pensamientos comienzan a rodar por las vías oxidadas, hierro inútil si no fuera por las manos poderosas que sacaron de las entrañas de la tierra el balastro donde reposan, sosteniendo el tren como un lecho elástico. Mis manos, en cambio, son pequeñas y huesudas. Sujetan el bolso con tanta fuerza que se han vuelto blancas como una postal de invierno. No sé por qué esta estúpida manía de agarrarlo como si se fuera a escapar.

Acaricio mi colgante con la mirada quieta, mi pedacito de oro de beta adherido a la piedra de granito que Elpidio me mandó en un sobre, junto a una cuartilla en la que apenas juntaba cuatro letras grandes y redondas para decirme que me quería, que volvería lo antes posible para estar conmigo. Cómo apretaba la piedra a mi pecho la primera noche, qué beta verdadera e infinita abrió en mi corazón aquel trocito de papel. Ahora la sujeto entre mis dedos y la noto desgastada y rota, como mi vida, como este banco viejo, no sé si tan viejo como yo. Me pregunto por qué hay gente que se sienta en estos bancos tan fríos e incómodos durante horas. Suelen tener también la mirada muy quieta. Quizá piensen cosas sin sentido. O no piensen nada. O quizá estén solas, como yo.

Ese reloj está parado, alguien debería haberse dado cuenta. Jesús. Un reloj parado en una estación de tren. Y ni pinta tiene de que haya un operario cerca. Deberían saber que aquí el tiempo es importante. Aquí se espera junto al tiempo. No hay nada más que hacer.

Noto un airecillo juguetón que desordena mis cabellos teñidos. Elpidio siempre dice que deje de pintarme el pelo, que los tintes se componen en una proporción alta de tolueno, generado a partir de petróleo crudo. Jesús lo que sabe este hombre. Me da igual lo que diga. Quiero estar guapa para cuando él llegue. Aquel día me prometió en su cartita que vendría para quedarse conmigo, y yo le creí entonces, y le sigo creyendo ahora. Siempre he confiado en él. Siempre. Algunas me llaman vieja loca o me miran como si fuera un perro extraviado. No saben nada, no conocen lo que es la ilusión. La ilusión no sabe de esperas. La ilusión dura siempre. Se lo tengo dicho a Natalia, pero ella dale que te pego con lo de la silicosis. A veces pienso que esta hija mía no quiere que sea feliz, si no, no es posible.

Hace ya un rato que oí el tren. No sé por qué tarda tanto.

Siento que detrás del viento solo me acaricia el silencio. Elpidio también me ha contado que la mina es sobre todo eso: silencio y oscuridad. Y humedad. La bocamina, me dice, es la entrada a un territorio olvidado y lúgubre donde el polvo de sílice le llena a uno los pulmones de enfermedad, y los riñones se hacen gravilla, entregados a horas y horas de espalar carbón. O lo que toque.

¿Y qué pasa con los que estamos fuera, Elpidio? ¿Qué pasa con el silencio que cada noche siento rondando la casa, en los techos, en las ventanas, contra los dinteles? ¿Y la oscuridad espantosa que me persigue caminando en círculos concéntricos, que me asfixia y me aprieta las sienes?

Vaya. Ahora se me amontonan lágrimas en los ojos y estoy poniendo perdido el vestido azul que me regaló mi hija. Por Dios, qué tonta estoy. No sé qué me pasa.

Ese cartel está torcido. Torcido y oxidado. Apenas se distingue el nombre de la estación. Cuántos pasajeros, tal vez Elpidio también, se habrán saltado la parada. Parece que aquí no cuidan nada.

Me he levantado un momento para acercarme al borde del andén y ver mejor a lo lejos. No distingo ningún tren. Solo las vías engullidas por el horizonte.

Estoy derrotada. Me dejo caer en el banco con todo mi peso y un cansancio de siglos. Siento un deseo irresistible de dormir. Apoyo mi cabeza y cierro los ojos. Mi mente busca inquieta en algún lugar de la memoria. Antes de quedarme dormida escucho la voz templada de Alipio asomado a la ventanilla del vagón, gritándome palabras que se confunden con los sonidos de la máquina acercándose.

Por allí viene el tren, estoy segura.

Hoy sí.



“EL SEÑORITO”

Autor: D. Esteban Torres Sagra, de Úbeda (Jaén).


        Miraba siempre como si brindase un toro a la concurrencia. Su pañuelo de seda burdeos -que en él quedaba varonil- en otro hubiera sido una señal de afeminamiento.

       Talle de novillero y pelo ensortijado hasta descansar sus anillos donde empieza el atril de los hombros. Ojos del color de las entrañas de la mina. Brazos barnizados de luna nueva o de soles viejos, en todo caso músculos engastados en bronce y chicuelinas.

       Le gustaba escanciar en sus labios, a la vista de todos, un trago generoso de coñac de una preciosa petaca plateada en la que destacaban unas iniciales enredadas que nadie pudo descifrar.

      Sendos hoyuelos de bocamina se formaban en sus comisuras al reír, y su nariz, estrecha hasta lo imponderable, era más fina que el canto de una peseta.

      Y de nombre… ¡ay! nadie supo su nombre jamás; aunque, como había que llamarlo de alguna forma, la voz popular se inventó un mote, un alias vulgar con retintín de daga. Se le conocía en toda la cuenca como “el Señorito” y, cada vez que alguien lo pronunciaba sin advertir su presencia y luego lo descubría clavándole las pupilas, le pedía perdón al instante con esa mirada de niño arrepentido tras ser sorprendido en una desobediencia grave.

      Estaban prendadas de él al menos seis mujeres de bandera, casadas y ricas, a quienes hacía el rendibú, y un sinfín de solteras de todas las condiciones imaginables, a las que galanteaba por igual y sin exclusiva.

      Él no se comedía y gustaba de exhibirse también con hembras forasteras que encendían fósforos de deseo a su paso entre los mirones y envidia rijosa entre las mujeres que llevaban guardada una carta suya por dentro de los sostenes.

      Y el mismo arte que desplegaba en la seducción se gastaba como barrenero de la Compañía, su especialidad. Por eso no duraba demasiado tiempo en ningún sitio y deambulaba por la estribación montañosa de una explotación a otra, atendiendo las necesidades de cada empresa cuando se hacía necesario su concurso. 

      Cobraba un potosí porque se jugaba la vida todos los días con aquellos explosivos del demonio. Y todo lo que ganaba, siguiendo la misma ley de la mina, lo gastaba en parrandas, en locales de vicio y con los naipes.

      La mañana del veintidós de septiembre amaneció con luz de funeral, lo dijo el Tuerto nada más encarar el saliente con su ojo íntegro. Y los presagios suenan en la mina a evangelio cuando los pronuncia un picador, viejo y curtido en mil pozos, como el Tuerto.

       El “Señorito” no había dormido aquella noche, como muchas otras, en la cabaña que tenía asignada al lado de la del ingeniero y enfrente de los barracones de los demás mineros. Tal vez por eso no oyó la frase y tal vez por eso irradiaba optimismo cuando se cargó la dinamita al hombro y se encaminó hacia la cabria. No habría pasado ni media hora cuando una explosión sorda, proveniente de los entresijos de la tierra, retumbó por los oídos de los mineros que aguardaban en el perímetro de exclusión trazado por el capataz.

       Poco después se movió la montaña como si corriera con sus toneladas una cortina de polvo para tapar muy deprisa el esófago de aquel terraplén roído por la carcoma. Era imposible que le hubiese dado tiempo a salir antes del derrumbe.

Imposible totalmente.

       Se dispusieron para escarbar en cuanto la polvareda se posase, más por una inercia solidaría aprendida en tantos años de oficio que por la posibilidad de rescatar con hálito al barrenero.

       A varios cientos de kilómetros de allí, unos días después, un forastero, recién llegado, paseaba su garbo por el bulevar. Todas las miradas se posaron en su talle esbelto y él, con un pañuelo de seda burdeos anudado al cuello y un traje de alpaca gris, pavoneó sus ojos sobre la concurrencia, como si brindase un toro; bebió un trago generoso de coñac de una preciosa petaca plateada en la que destacaban unas iniciales que nadie pudo descifrar e incendió el corazón de varias mujeres con su sonrisa pirómana, hasta que la tarde se perdió, silenciosa, por los hoyuelos de sus comisuras. No era la primera vez, ni sería la última, que “El Señorito” moría en un accidente de la mina para dejar atrás deudas de juego, pendencias celosas e hijos bastardos sin reconocer.

FIN



“LA ÚLTIMA LUZ”

Autora: Doña Carmen Rey Díaz, de San Esteban del Toral (León)


Dña. Carmen Rey Diaz
                                   

     Tonelillo —mote referido a la manía de su abuelo por acabar las fiestas, y lo que no era fiesta, bañándose en los toneles de cualquier bodega de las inmediaciones— nació como todos, y su vida fue como la de los otros niños. Cuando tuvo edad se fue a trabajar al pozo, como todos.

     Cuando José Santurio, Pepe el Tonelillo, entró en la mina por primera vez estrenó lámpara, además de mono, botas, guantes y casco. Atrás quedaban los candiles de carburo que había usado el Tonel, su abuelo, y las lámparas de gas que usó su padre. La suya era incluso más nueva que la de su cuñado, la petaca de la pila era más pequeña, menos pesada, lo que viene siendo último modelo.

     Entraban todos juntos, y los ojos de Pepe, como su lámpara nueva resplandecían entre los de sus compañeros, perfilados de horas polvorientas y ruidosas. Observaba y aprendía. Vidas enterradas durante siete horas. Bocas con muecas de esfuerzo al compás de picos ruidosos, que sudaban caminos negros sobre monos azules.

    Pepe caminaba orgulloso por la galería. Los compañeros sabían que era él por el destello saltarín que se les acercaba. Entrar en la rampa hizo que su indumentaria fuera perdiendo el lustre de la novedad. El mono comenzó a perder color y ganar remiendos. Un pequeño rasguño en las botas las haría inservibles rápidamente. La luz del casco temblaba con las vibraciones del martillo neumático y rocas puntiagudas iban dejando cicatrices en la petaca de la pila, que un día se quedó enganchada a un costero y el cinturón, con ruido de serpiente enfadada, se liberó de ella por un momento.

    Al salir de la mina, Pepe se iba, como todos, a celebrar las chapas de más, o a olvidar una mala capa. Mientras tanto su lámpara, junto con las demás, reponía fuerzas a través de un fino hilo. Disfrutaba de la merecida camaradería después del trabajo bien hecho. Cargaba baterías, para el día siguiente volver a iluminar nieblas de polvo que se incrustaban en ella haciendo opaco el cristal

   La carbonilla se fue abriendo paso entre las pequeñas grietas y, poco a poco, perdió el resplandor. A veces su destello temblaba, tosía. Entonces Pepe golpeaba la pila de su cinturón y, como si cerrara los ojos para hacer un esfuerzo, volvía a lucir. Se le fundieron varias bombillas, pero eran repuestas rápidamente. El metal brillante y plateado se desprendió de un golpe en un cuadro demasiado bajo. El plástico negro, a juego con las paredes, se fue haciendo opaco, mimetizado con el polvo.

   Llegaron días de incertidumbre. Muchos sin salir del pozo, ni para cargar las pilas. Diez o doce lámparas unidas al cargador portátil que habían bajado en la jaula, con la comida y varias mantas. Encerradas durante casi un mes. Luego el parón fue en la lampistería. Nadie vino a buscarlas durante varias semanas.

   Con el tiempo, la mina se incrustó en sus grietas. La petaca quedó marcada de rocas empecinadas en no salir de las entrañas de la tierra y su luz, que antes caminaba saltarina por la galería, iba lenta y renqueante.

   Pepe dejó la mina, como todos, y se llevó su lámpara. Llevaba varios años en una estantería, al lado de un candil de carburo. Su dueño cambió la petaca de la pila por una pequeña bombona de oxígeno en una mochila. El cable, ahora transparente, se introduce por su nariz, tal vez para iluminar la oscuridad que la mina le dejó en los pulmones.

   Y un día cualquiera —más bien una tarde— Pepe se puso su mono azul, insertó la petaca de la pila en el cinturón, ajustándola, como pudo, a la poca cintura que le quedaba. La lámpara se unió al casco, como antes, y comenzaron a caminar. No era la mina, aunque sí estaba oscuro. Un grupo de mineros, que se iba haciendo más numeroso, caminaban por el centro de la calle. La noche de la ciudad se llenó de cientos de diamantes, ráfagas de luz la iluminaron. Como si buscaran la salida del pozo.

   La lámpara de Pepe va entre todas. Se refleja en los ojos acristalados por las lágrimas. Ilumina manos que aplauden. Centellea en bocas llenas de consignas de ánimo y lucha. Su fulgor se introduce por los balcones abiertos. Balcones de hogares que en el pasado fueron caldeados con estufas de carbón. Y brilla. Brilla, como si gritara con todas sus fuerzas. Y grita. Grita por última vez.

      






Así son las cosas y así se las hemos contado                                                                                                      

7 comentarios:

  1. Dejando aparte las faltas de ortografía en un concurso literario, ¿en qué parte de estos relatos están reflejadas nuestras cuencas mineras?, condición reflejada en las bases.

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  2. Suscribo totalmente el comentario publicado: hay alguna falta de ortografía clamorosa y tampoco se encuentran referencias al mundo de las minas en estos relatos como parecía preceptivo en atención a las bases del certamen.

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  3. Según la RAE: "beta: 3. f. desus. Veta o vena en la madera, la piedra u otra materia."

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    1. De acuerdo. Por lo tanto no es una falta ortográfica, aunque lo parezca.

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  4. Creo que la RAE despeja la duda de que no es una falta de ortografía, sino una palabra correcta, poco usada que, por serlo, muchos desconocen.

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  5. Gracias a todos: a la Asociación Aragonito Azul, en especial a Juan Manuel y Jose, por levantar un certamen tan especial, tan íntimo, con esfuerzo y mucho cariño; a los miembros del jurado por decantarse por mi relato; a los premiados por sus fabulosos textos; a la elegancia de un cantautor sensible; a las amables palabras de las personas que se acercaron; a los escritores anónimos; a los amigos de la RAE.
    A todos.
    Gracias.

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